La autonomía
como condición para la emancipación intelectual

 

Haciendo eco de la forma en la que se desenvuelve el panorama educativo actual la reflexión que aquí desarrollamos busca comprender qué favorece la autonomía de los sujetos en nuestras sociedades contemporáneas, en aras de su emancipación intelectual. La autonomía no es un hecho, hay que trabajarla.


Partimos del principio de que la autonomía en la búsqueda y adquisición del saber es la condición de la emancipación intelectual. En efecto, como lo muestra el pensador Jacques Rancière al desarrollar la figura del “maestro ignorante”, inculcar en los individuos, de modo vertical y descendente, los saberes necesarios para su propia emancipación es algo contrario a dicho propósito de autonomización.


En ‘El maestro ignorante’, Rancière (2003) nos explica las razones de los efectos desiguales de la pedagogía tradicional, aquella de un maestro que tiene un conocimiento superior y que enseña lo que sabe a un aprendiz que no sabe, presuponiendo en él una inteligencia inferior que el acto pedagógico termina por confirmar. Él critica esa concepción dominante de la inteligencia, que separa a los individuos en dos categorías y permite jerarquizarlos. Y la instrucción escolar se basa del todo en ese postulado de dos formas de inteligencia, una superior a la otra:


El mito pedagógico, decíamos, divide el mundo en dos. Pero es necesario decir más precisamente que divide la inteligencia en dos. Lo que dice es que existe una inteligencia inferior y una inteligencia superior. La primera registra al azar las percepciones, retiene, interpreta y repite empíricamente, en el estrecho círculo de las costumbres y de las necesidades. Esa es la inteligencia del niño pequeño y del hombre del pueblo. La segunda conoce las cosas a través de la razón, procede por método, de lo simple a lo complejo, de la parte al todo. Es ella la que permite al maestro transmitir sus conocimientos adaptándolos a las capacidades intelectuales del alumno y la que permite comprobar que el alumno ha comprendido bien lo que ha aprendido. Tal es el principio de la explicación (2003, p. 9).


En la pedagogía clásica, el alumno recibe la explicación del profesor cuando él podría encontrarla por sí mismo: “La trampa del explicador consiste en este doble gesto inaugural…Hasta que él llegó, el niño tanteó a ciegas, adivinando. Ahora es cuando va a aprender” (p. 8). Y como el desarrollo de la mente sólo puede darse en un cierto orden, el conocimiento se dividirá para ser presentado al estudiante en etapas, correspondientes al supuesto desarrollo de su inteligencia: “Sin método, sin un buen método, el niñohombre o el pueblo-niño es presa de las ficciones de infancia, de la rutina y de los prejuicios. Con el método, pone sus pies sobre los pasos de los que avanzan racionalmente, progresivamente” (p. 65). Ahora bien, para Rancière, un auténtico maestro debería, por el contrario, postular la igualdad de las inteligencias y evitar la explicación exagerada. A sus ojos, esta es la base de una educación que respeta la democracia y apunta a la emancipación intelectual de quienes aprenden.


Por otra parte, Bourdieu, con su concepto de habitus, enfatiza el entrelazamiento irreductible de la dimensión corporal y la dimensión intelectual en las disposiciones y comportamientos de los individuos, resultado de la incorporación de las normas y el orden social, como lo plantea Nordmann en su estudio comparativo entre Bourdieu y Rancière: “las posturas transmiten categorías de percepción y valores sociales, que están así profundamente arraigados en los individuos, con tanta mayor eficacia cuanto que, al no estar formulados explícitamente, son relativamente inaccesibles a la crítica” (2006, p. 26). Y luego señala:


El ejemplo más elocuente y universalmente probado de esta ‘pedagogía implícita’ es sin duda ‘el aprendizaje de la masculinidad y la feminidad’, que ‘inscribe en los cuerpos la diferencia entre los sexos’ al inculcar formas supuestamente opuestas de sostener el cuerpo o esto o aquello de sus partes (por ejemplo, los ojos) entre hombres y mujeres (p. 27).


La imagen devaluada de las capacidades intelectuales de algunos constituye un obstáculo para el desarrollo de su poder de autoformación. Esta es la primera idea que hay que romper, demostrando que es un estereotipo, una jerarquía construida para justificar la dominación de unos sobre otros. La jerarquía de las inteligencias es una norma social mantenida por el sistema escolar. Ello supone que el conocimiento empieza cuando pasa por el filtro de la institución, del profesor que instaura dicha gradación de las inteligencias para mantener el orden dominante; las implicaciones políticas son evidentes pues cada cual es educado para conservar su lugar en el orden social. El “orden explicador” impide la relación directa de las inteligencias con los objetos de conocimiento. El maestro instituye una distancia extraña en la cual su discurso se convierte en el mejor (o el único) de los dispositivos para que el estudiante pueda acceder a los saberes Y así algunos se convencen de que no vale la pena aprender porque no será posible valorar dicho saber en la sociedad.